Es muy tímido», «es muy malo y desobediente», «no se entera de nada»,
«es pasivo»… Lo que pensamos, lo que decimos… A veces no somos
plenamente conscientes pero juzgamos y etiquetamos a los niños
prematuramente, condicionando su comportamiento y produciéndoles unas
heridas que, metafóricamente, pueden llegar a estar sangrando durante
muchos años si no se reconocen y cicatrizan correctamente. Es el
llamado «efecto pigmalión» de los padres sobre los
hijos, o de los profesores sobre los alumnos. «Demasiadas veces se
pronuncian expectactivas o prejuicios durante el proceso comunicativo
con los más pequeños sin tener en cuenta que en el futuro pueden
originar sentimientos, comportamientos o rendimientos no esperados y/o
deseados», apunta Alba García Barrera, profesora de Psicología de la Universidad a Distancia de Madrid (Udima). «En
toda relación entablada con niños y adolescentes debe prestarse
especial atención a la forma en que expresamos y transmitimos nuestras
ideas, especialmente aquellas que afectan a su propia forma de ser,
actuar o pensar sobre una determinada cuestión. En estas etapas los
jóvenes se encuentran en pleno desarrollo físico, psicológico y
afectivo, por lo que son altamente vulnerables a la influencia que puede
llegar a ejercerse sobre ellos por medio de la comunicación. Es
bastante fácil que, con nuestras palabras, afectemos al autoconcepto y la autoconfianza del niño», explica García Barrera.
Fuente: Escuela en la nube
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